“Quién está enfermo, que llame a los presbíteros de la Iglesia para que ellos oren por él y lo unjan con aceite en el nombre del Señor. Y la oración que nace de la fe salvará al enfermo, el Señor lo aliviará y, si tuviera pecados, le serán perdonados” (5,14-15). Se trata por lo tanto de una praxis que estaba en uso ya en tiempos de los Apóstoles. Jesús, de hecho, ha enseñado a sus discípulos a tener su misma predilección por lo enfermos y por los sufrientes y les ha transmitido la capacidad y el deber de continuar derramando, en su nombre y según su corazón, alivio y paz, a través de la gracia especial de este Sacramento.
Pero esto no nos debe hacer caer en la
búsqueda obsesiva del milagro o en la presunción de poder obtener
siempre y de todos modos la curación. Pero, es la seguridad de la
cercanía de Jesús al enfermo, también al anciano, porque todo anciano,
toda persona de más de 65 años puede recibir este Sacramento: es Jesús
que se acerca. Pero cuando hay un enfermo
se piensa: “Llamemos al cura,
al sacerdote para que venga. No, no, porque trae mala suerte, entonces
no, no lo llamamos” o “después se asustará el enfermo”. ¿Por qué? Porque
existe un poco la idea que, cuando hay un enfermo y viene el sacerdote,
después de él llega la pompa fúnebre: y eso no es verdad, ¡eh! El
sacerdote viene para ayudar al enfermo o al anciano: por esto es tan
importante la visita del sacerdote a los enfermos. Llamarlo: “hay un
enfermo, venga, dele la unción, bendígalo”. Porque es Jesús que llega
para aliviarlo, para darle fuerza, para darle esperanza, para ayudarlo.
También para perdonarle los pecados. ¡Y esto es hermoso! Y no piensen
que esto sea un tabú, porque siempre es hermoso saber que en el momento
del dolor y de la enfermedad nosotros no estamos solos: el sacerdote y
aquellos que están presentes durante la Unción de los enfermos
representan,
en efecto, a toda la comunidad cristiana que, como un único
cuerpo, con Jesús, se estrecha entorno a quien sufre y a los
familiares, alimentando en ellos la fe y la esperanza y apoyándolos con
la oración y el calor fraterno. Pero el consuelo más grande deriva del
hecho que, el que se hace presente en el Sacramento es el mismo Señor
Jesús, que nos toma de la mano, nos acaricia como hacía con los
enfermos, Él, y nos recuerda que ya le pertenecemos y que nada – ni
siquiera el mal y la muerte – podrá nunca separarnos de Él. Pero
tengamos esta costumbre de llamar al sacerdote, porque a nuestros
enfermos – no digo los enfermos de gripe, de tres, cuatro días, sino
cuando es una enfermedad seria – y también a nuestros ancianos, venga y
les dé este Sacramento, este consuelo, esta fuerza de Jesús para seguir
adelante. ¡Hagámoslo! Gracias.
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